Varios meses después de llegar a un acuerdo. Andrea había sido llevada a la mansión de Ricardo. Ella salió al jardín y lo miró. Parecía distraído, perdido en quién sabe qué pensamientos. Andrea parpadeó para contener las lágrimas y estudió a Ricardo desde una distancia segura, mientras el dolor se filtraba en cada faceta de su alma. Hasta dónde habían caído, se preguntó con amargura. Una vez campeones de una causa, unidos por un objetivo común, ahora se encontraban entrelazados en una oscuridad tan profunda que amenazaba con tragarlos enteros. Aunque no era tarde. En el fondo, sabía que todavía existía un rayo de esperanza, uno capaz de reavivar las llamas de la justa ira y expulsar las sombras que los consumían a ambos. Haciendo acopio de cada gramo de coraje que poseía, dio un paso adelante y se dirigió a él con una nueva resolución ardiendo en sus ojos.
—Ricardo.… Tenemos la facultad para hacer las cosas bien. Podemos alejarnos de este camino de destrucción y buscar la redención. ¿Recuerdas quiénes fuimos una vez, los sueños que compartimos?
—Quizás para ti, Andrea —Le respondió a Ricardo, agitando el cuchillo, el mismo con el que años atrás él mató a su hermano. En realidad, ella no lo sabía; pero siempre había sospechado de él.
El corazón de la mujer se desplomó al presenciar el brillo frío en los ojos de Ricardo, un claro recordatorio de cuán profundo se habían divergido sus caminos desde aquella fatídica noche en el gran salón. En sus manos ahora descansaba no sólo el destino de ella sino también el de muchos otros, víctimas de su insidioso trato. Sin embargo, a pesar de todo, de la oscuridad que amenazaba con tragarles por completo, se negó a soltar el frágil hilo que la conectaba con su antiguo yo. Y tal vez, de alguna manera, ese pequeño rayo de esperanza sería suficiente para sacarlos del borde de la desesperación. Ejerció presión en la mandíbula, habló con los dientes apretados—. Ambos fuimos engañados. Pero no tenemos que continuar por este sendero. Juntos, podemos enfrentar cualquier desafío que se nos presente y encontrar el camino de regreso.
—¿Ya olvidaste que tú también me traicionaste más de una vez, Andrea? —Se acercó, abrazó y puso el puñal en el abdomen, ahora hinchado por el embarazo—. Agradécele a nuestro bebé, porque si no serías una víctima más.
Andrea hizo una mueca al sentir el frío acero presionar contra su útero y lo miró con feroz determinación, sin querer someterse a la oscuridad que amenazaba con consumirlos a ambos. Moriría luchando si llegara el momento, pero esperaba que él pudiera ver la verdad enterrada en lo profundo de sus ojos suplicantes.
—¡Eso fue un error! —gritó, las palabras alimentadas por la desesperación y el miedo no por su seguridad, más bien por la vida que crecía dentro de ella—. ¡Pero podemos arreglarlo, Ricardo! Si tan solo me escuchas, todavía hay una posibilidad de cambiar las cosas. Terminemos con este ciclo de sufrimiento y muerte de una vez por todas. —rezó para que él no se hubiera rendido por completo como el hombre que una vez conoció, Esperó su reacción, con su mundo entero colgando de un hilo.
—Supongamos que lo intentamos de nuevo. Entonces respóndeme: ¿Qué harías si descubrieras al asesino de tu hermano? —Quito la lanceta del abdomen.
Andrea exhaló, aliviada de haber bajado el cuchillo. La posibilidad de empezar de nuevo la llenaba de esperanza y aprensión. Fue un delicado acto de equilibrio, navegar entre la venganza y el perdón, pero ella creía en darle a la gente segundas oportunidades. En especial aquellos a quienes alguna vez creyó amigos. Volviendo su atención a su pregunta, consideró su respuesta, eligiendo sus palabras con gran cuidado.
—Si descubro al asesino de mi hermano, lo enfrentaré primero. Creo en encontrar la verdad y buscar justicia —respondió con sinceridad—. Sin embargo, la venganza no devuelve a los muertos ni repara las relaciones rotas. La clave es encontrar el equilibrio entre culpar a las personas por sus acciones y luchar por una resolución pacífica siempre que sea posible.
La risa llenó el jardín de La Mansión mientras daba vueltas a su alrededor y aplaudía.
Eres la imagen viva del cinismo Has destruido a más personas que yo y me hablas de redención. Se refería a cualquiera que había matado para complacer sus deseos y caprichos. Entre algunas de sus víctimas estaban: Gabriel Manilla, su esposa Celia y su hija Nicole. Había secuestrado a la joven y asesinado a sus padres, luego de que estos se negaron a pagarnos el dinero que exigimos como rescate.
Andrea se estremeció bajo el peso de sus acusaciones y luchó por mantener el contacto visual con Ricardo mientras la realidad de su sangriento pasado se abalanzaba sobre ella como un maremoto. La culpa y la vergüenza amenazaban con consumirla por completo, haciéndola luchar por encontrar consuelo en su burla. Sin embargo, incluso en medio de la tormenta que asolaba su interior, quedaba un pequeño rescoldo de esperanza: la creencia de que el cambio todavía era posible, sin importar cuán oscuro fuera a ser su viaje. Armándose de valor para cualquier consecuencia que pudiera surgir de su admisión, se obligó a pronunciar las siguientes palabras con los dientes apretados: Tal vez soy ingenua, Ricardo. Pero me niego a aceptar que estamos más allá de la redención. Incluso ahora, hay una oportunidad para hacer las cosas bien.
—Alejandro, Pablo. —Haz pasar a nuestro invitado —Gritó.
Ambos cruzaron el umbral. Llevaban en sus manos una caja de madera un poco grande, suficiente para que cupiera lo que había dentro. La pusieron a los pies de Andrea y se fueron.
—Te lo vuelvo a preguntar: ¿qué harías si descubrieras al asesino de tu hermano? —Señaló el armazón para que ella la abriera.
La respiración de Andrea se atascó en su garganta mientras miraba lo que tenía delante. ¿Abría algo familiar en su contenido?
Un pesado silencio se apoderó de ellos, interrumpido sólo por el susurro de las hojas en el viento del exterior. Tragando con fuerza, reunió el coraje para encontrarse con la mirada inquebrantable de Ricardo una vez más. —Si descubría al asesino de mi hermano, me enfrentaría a él —repitió con voz firme y cargada de angustia—. Pero a diferencia de ti, yo no lo mataría sin agotar todas las demás opciones primero. La venganza no hace nada para cerrar la situación; sólo perpetúa el ciclo de violencia. —Sus ojos volvieron a la caja, y dudó antes de preguntar—. ¿Qué hay adentro? —Ábrelo y verás el secreto que he guardado todos estos años —La cabeza de su hermano estaba dentro, sin embargo, ella no lo sabía—. Que esperas, descubre la verdad. Quiero escuchar si después de esto sigues diciéndome lo mismo.
Andrea tembló, le tremolaron los dedos mientras levantaba la tapa de la caja. Sus luceros se abrieron con horror cuando vio la cabeza decapitada de su hermano, mirándola, con los ojos sin vida, vacíos y huecos.
La sangre se había congelado alrededor de su cuello cortado, un testimonio espantoso de la brutalidad. Incapaz de reprimir un grito ahogado, trató de comprender la magnitud del engaño de Ricardo y las profundidades de la depravación.
—No… —susurró con voz ronca, sintiéndose débil y con náuseas— ¿Cómo pudiste hacer esto? ¿Había algo sagrado para ti?
Hubo otra pausa cuando se acercó. —¿Qué crees que es lo más sagrado para un hombre en la vida? —Le pidió una respuesta. Sosteniendo la cabeza del difunto por los cabellos bien conservados por su personal dedicado a la ciencia. La visión de Andrea se volvió borrosa, llenándose de lágrimas calientes mientras luchaba por comprender la lógica retorcida que se desarrollaba ante ella. —Amor… Familia —Logró pronunciar, su voz era poco más que un suspiro—. Esas conexiones significaron todo para ti alguna vez, ¿recuerdas? ¿Por qué desechaste eso? A pesar de la agonía que la desgarraba, se negó a sucumbir al odio o la desesperación, rezó, en cambio, para que la chispa de humanidad escondida en lo más profundo de Ricardo prevaleciera. —Es cierto que alguna vez creí en todo eso, pero descubrí que eran sólo susurros del corazón que una vez tuve —bajó el tono de la voz y acercó la cabeza del cadáver a su rostro—. ¡Pero este bastardo me robó eso y mi virilidad! El grito se escuchó por toda la
Algunos meses después… —¿Cómo está la mujer más bella de la ciudad? —Caminó por el suelo de la habitación, acercándose a la ventana. Era algo que era inevitable para él. Miraron por la ventanilla la bulliciosa ciudad. Andrea respiró profundo, tratando de calmar la tensión interna. A pesar de los horrores que había enfrentado, no podía negar el calor que se extendía por su pecho al verlo parado a su lado. Giró la cabeza y se encontró con su mirada, sus ojos se fijaron en una conversación silenciosa que decía mucho sobre el progreso que habían logrado desde esa fatídica noche en el jardín. Una pequeña sonrisa apareció en las comisuras de su boca mientras lo estudiaba de cerca, admirando el crecimiento que había presenciado en él. —Estoy mejor, gracias—, respondió, colocando una mano suave sobre su panza. Su hijo, símbolo de esperanza y renovación, seguía creciendo dentro de ella. —Tú también has recorrido un largo camino, amor. —¡Vamos mujer! No seas tan modesta —La miró y sonrió—
—¿Dónde está? —pensó. Su mirada se deslizó buscándolo. Los guardias permanecieron leales, sin señales de amenaza alguna por su parte. Sin embargo, su corazón se aceleró, golpeando contra su pecho como si acabara de correr un maratón. Cada respiración parecía pesada mientras miraba a su alrededor, esperando los pasos que la alertaran de su llegada. Un suave grito ahogado escapó de sus labios cuando lo vio atravesar las puertas dobles que conducían al gran salón, su presencia llamaba la atención incluso desde lejos. Andrea se mordió con fuerza el labio inferior, tratando de mantener la compostura mientras él se acercaba a ella, con los ojos llenos de intenciones lujuriosas que la hacían temblar bajo la capa. —¿Bien, excelente, bella, qué tenemos aquí? —ronroneó, dando vueltas a su alrededor, observando cada centímetro de su carne cubierta bajo la tenue iluminación Su corazón latía como una bestia salvaje atrapada dentro de su jaula, desesperada por liberarse. Cada paso que él dio le p
—¿Hay alguien aquí? La habitación estaba oscura y vacía, o eso creyó. Escuchó pasos acercándose, mientras se aferraba a los barrotes de la pequeña prisión en la que se encontraba. —¿¡Qué carajo!? ¿Quién eres y por qué me pusiste en esta jaula? ¡Déjame salir ahora mismo! —Su corazón se aceleró mientras intentaba comprender la situación. La oscuridad hacía difícil ver algo con claridad, pero podía sentir las frías barras de metal clavándose en su piel. Sus manos temblaban mientras luchaba contra los confines de la jaula, tratando de encontrar cualquier punto débil por donde pudiera escapar. —¡Respóndeme! —gritó, con la voz temblando de miedo e ira—. ¿Qué deseas de mí? —¿Qué busco de ti? —se acercó a la jaula. Su aliento rozó el rostro de Nicole—. Nada, pequeña, pero sí de los malditos padres que te dieron la vida. —Luego se hizo el silencio. -¿Mis padres? ¿Qué tiene eso que ver con que esté encerrada en esta jaula? ¡Déjame ir ahora mismo! ¡Mis amigos vendrán a buscarme muy pronto y l
Cuando Ricardo Salazar entró en los pacíficos confines de la iglesia, el suave resplandor de la luz de las velas iluminó el espacio sagrado. El aroma del incienso persistía en el aire, creando una atmósfera de tranquilidad. Mientras se acercaban a los bancos, una figura surgió de las sombras y llamó su atención. Era Irene, una devota conocida por su dedicación a su fe. A primera vista, la hermana parecía una monja cualquiera, vestida con su modesto atuendo. Sin embargo, había algo diferente en ella, un brillo en sus ojos azul cielo y un sutil sonrojo en sus mejillas. A medida que se acercaba a Ricardo Salazar, su respiración se aceleró revelando un atisbo de anticipación. Con una cálida sonrisa, la hermana Irene se acercó a Ricardo Salazar y le preguntó: —Querido, ¿para qué estás aquí? —Su voz tenía un tono suave y melódico, cautivando a Ricardo Salazar con su dulzura. Sin embargo, había un toque de vulnerabilidad en su voz, como si estuviera luchando por mantener la compostura. De to
Nicolás y Ricardo fueron enemigos desde la secundaria, solo tenían rencor e incluso en la universidad sus caminos se cruzaron, pero la situación continuó. Ricardo recordó mientras fumaba un cigarrillo y miraba la fotografía de su primera víctima. Esa noche hubo una fiesta. Allí estuvieron todos los universitarios y por supuesto: Clásicos, música, alcohol y tonterías raras. Ya era bastante tarde, fue al baño y escuchó ruidos. El bullicio era más silencioso en el pasillo. Decidió investigar y cuando abrió la puerta de la habitación vio a Nicholas follándose sin piedad a una de las bellezas universitarias. Su cara parecía aburrida mientras la dama gemía de placer a cuatro patas. Se dio la vuelta para regresar. Nicolás lo vio y trató de molestarlo, moviéndose más rápido. —Oh, carajo, Ricardo Salazar… —gimió mientras la chica lo veía confundida. —Mi nombre es. —Lo sé —la había interrumpido. Miró hacia la puerta y le sonrió. —¿Qué dijiste, maldito insecto? —En sus ojos se reflejó por primera