Anahí llegó al hotel con el corazón en un puño. Apenas mencionó el nombre de Alfonso, una recepcionista con expresión nerviosa le indicó hacia dónde debía ir. La guiaron a través de un pasillo alfombrado, silencioso, hasta un salón privado.
La puerta se abrió con un chirrido suave. Anahí dio un paso y se quedó inmóvil.
El lugar estaba lleno de juegos. Había colchonetas de colores, toboganes inflables, una alberca de pelotas gigantes, hasta una mini pista de carritos eléctricos. Era como un pequeño paraíso para niños… y ahí estaban ellos.
Su hijo, Freddy, y Alfonso, revolcándose entre las pelotas de colores, riendo como si el mundo jamás los hubiera herido.
—¡Papito, nada más rápido! —gritaba Freddy entre carcajadas—. ¡Te voy a ganar!
La risa de su hijo era tan limpia, tan luminosa, que a Anahí se le encogió el alma. Casi sonrió. Casi.
Era la primera vez en mucho tiempo que veía esa alegría pura en su pequeño.
Esa risa que ya no recordaba. Pero por muy hermosa que fuera la escena, el do