Después de eso, todavía no se daban por vencidos y vinieron a buscarme al colegio.
Incluso se arrodillaron frente a mí, suplicando mi perdón, pero yo ya había tomado una decisión: no iba a volver jamás.
La última vez, mi padre, con lágrimas corriendo por su rostro, me dijo,
—María, por favor, te lo ruego, dame otra oportunidad. Al fin y al cabo, somos familia, ¡y llevamos la misma sangre!
Lo miré fijamente durante un buen rato, con frialdad en la mirada, y dije:
—Si pudiera elegir… ojalá el tío Lien fuera mi verdadero padre.
Quizá esas palabras fueron demasiado duras.
Desde entonces, nunca más volvieron a molestarme.
También vino José a buscarme.
Se quedó frente a la puerta de mi casa, empapado bajo la lluvia durante toda la noche, solo para pedirme que lo recibiera.
Se disculpó de corazón, lo vi en sus ojos, pero, ¿por qué tendría que perdonarlo?
Sí, alguna vez fuimos muy cercanos. Pero el daño fue real, y la traición también lo fue. Yo no podía, no podía ni quería perdonarlo.
Lo únic