La mañana en la oficina se sentía más pesada que de costumbre. Charlotte e Isabella llegaron casi al mismo tiempo, ambas con las gafas oscuras bien puestas, como si quisieran esconder no solo sus ojeras, sino también el eco de las confesiones de la noche anterior. La luz blanca de los pasillos les resultaba insoportable, y cada paso con los tacones parecía un martillo retumbando en sus sienes.
—Dios mío… —susurró Charlotte, dejándose caer en su silla con un suspiro exagerado—. Te juro que nunca más vuelvo a beber así. ¿Cómo es posible que sobrevivamos a esta resaca y encima con trabajo encima?
Isabella dejó su bolso sobre el escritorio y se quitó lentamente las gafas, revelando unos ojos enrojecidos que no disimulaban el cansancio.
—Sobreviviremos… como siempre —murmuró, masajeándose las sienes. Aunque la cabeza le dolía, lo que más pesaba era el recuerdo de todo lo que había confesado a Charlotte la noche anterior. Secretos que jamás pensó sacar a la luz.
Apenas había encendido su co