«Calma, mi soplo divino».
Mila, una señora de cincuenta y dos años, de carácter amable y educado, casada, con dos hijas ya mayores, una de dieciséis y la otra de veintiún años.
Llevaba una vida tranquila, era ama de casa, le encantaba cocinar y dar largos paseos por la playa.
Su marido, Vicente, un hombre serio y trabajador, llevaba más de treinta años en la construcción, se había ganado el puesto de gerente de su equipo de obreros, de los cuales estaba muy contento y orgulloso.
Trabajaba casi quince horas diarias, incluidos los fines de semana. Era un hombre comprometido con su trabajo y, por supuesto, no quería que a su familia les faltara de nada. Su hija pequeña, en el instituto, en edad de salir y de gastar, y la mayor en la universidad de enfermería, donde cada semestre valía novecientos euros. No podía permitirse descansar, su afán era que sus hijas tuvieran grandes carreras para conseguir buenos trabajos y no tener