47.1

En la enorme sala de la mansión, Beck Becker y yo, Amelia West, bailamos a través del sentimiento que implica el tango: tristezas en cosas del amor. Insatisfacción, y el inevitable deseo sexual que nos ronda pero sin tocarnos.

Es por ello que sus labios raspan la curva de mi mentón pero no llega mi boca. Ni luego, cuando entiendo más del baile, mis pies que zigzaguean en derredor de su cuerpo se arriman a sostener sus caderas. Rozan al subir y al bajar, sin más que el aferro de mis manos. Mi cuerpo se deja llevar por él y los gestos de sus manos, sin embargo, mantienen el control propio con que se enarbola. Da giros abruptos que me hacen tocar el suelo y acercarme dolorosamente a él. Me sitúa en diagonal haciendo que fluctúe entre movimientos compañeros de del vaivén que marca la pista y que afianzan nuestras miradas, sin que una escape de la otra. Para enlazarnos en vueltas como pinceladas que arriban a una cargada al final.

Luego me devuelve al suelo yendo un poco sofocada.

Pienso e
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