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Capítulo 2. No me casaré

En la mansión de los Oliveros la situación no era muy distinta. Pues apenas Maximiliano escuchó aquella tontería, se opuso de inmediato y dejó claro que no estaba de acuerdo con ese matrimonio. Les dijo a sus abuelos que, si algún día llegaba a casarse, él mismo se encargaría de elegir a su esposa.

Don Francisco, un señor de ochenta años, lo miró con sus ojos ya arrugados por la edad y le dijo con firmeza:

—Sabes bien que esta familia es fundamental para que nuestro negocio siga creciendo cada día más. Así que no veo ningún motivo por el cual debas oponerte a casarte con esa muchacha.

—Abuelo, si este matrimonio es solo para hacer crecer la empresa, no deberías preocuparte por eso, —dijo Maximiliano con firmeza—, porque estoy completamente capacitado para hacerla crecer y convertirnos en el número uno. ¿Acaso en todos estos años que he estado al frente no te lo he demostrado ya?

Entonces intervino doña Beatriz, con una voz dulce pero cargada de intención:

—Mi querido nieto, tu abuelo en realidad no quiere obligarte a casarte con esa señorita... lo único que desea es verte feliz.

Maximiliano estaba a punto de hablar, cuando ella continuó, con un leve temblor en la voz:

—Lo que pasa es que... esa fue la última voluntad de tu padre.

—Y tu abuelo quiere, antes de que nos vayamos de este mundo, dejar este compromiso cumplido —continuó doña Beatriz con suavidad—. Ya que no quiere marcharse dejando este asunto pendiente. Si no te lo dijimos antes, fue para no agobiarte; además, en ese entonces Luciana apenas era una niña, ni siquiera había cumplido la mayoría de edad.

Hizo una breve pausa y agregó con delicadeza:

—Pero si no estás de acuerdo con este matrimonio, está bien... tu abuelo y yo lo entenderemos.

Ella sabía muy bien que esa era la única forma de convencer a su nieto de aceptar esa unión.

Y así fue. Pues apenas Maximiliano escuchó que esa era la voluntad de su padre, a quien tanto amaba y admiraba, no dudó más y aceptó el compromiso sin oponer resistencia.

Verónica, su madre, protestó de inmediato. Ya que la única nuera que ella quería para su hijo era Olivia, su hija adoptiva, y no precisamente por amor, sino porque tenía sus propios planes ocultos respecto al matrimonio de su primogénito.

Y no estaba dispuesta a permitir que nadie más formara parte de su familia, y mucho menos una jovencita inexperta que no sabía nada de la vida, y a la que no podría manipular a su antojo como sí lo haría con Olivia, si llegaba a convertirse en su nuera.

Por este motivo, y muchos más, la más idónea para ocupar ese lugar era Olivia, quien desde hacía años venía formándose a su lado para convertirse en la señora de la casa. Dado que la obedecía en todo desde que la había llevado a vivir con ellos, siendo apenas una niña de doce años.

No obstante, su hijo, que ya había aceptado aquel matrimonio, se levantó de su silla, dando por terminada la reunión familiar y dejando claro que seguiría adelante con lo que sus abuelos habían dicho. Aun así, ella, en un último intento por revertir la situación, le dijo antes de que se marchara:

—Pero si no estás de acuerdo, puedes negarte de inmediato… que yo, como tu madre, te apoyaré.

Sin embargo, lo único que escuchó decir fue:

—Confirma la reunión con la familia Herrera y diles que hoy mismo nos comprometeremos y en un mes será el matrimonio.

Los abuelos, que por fin habían ganado una frente a Verónica, se sintieron felices y se levantaron de inmediato para seguir adelante con su plan de unir a las dos familias.

Sabían bien cuáles eran los verdaderos planes de su nuera, y no estaban dispuestos a aceptar a esa mujer como esposa de su nieto mayor, mucho menos sabiendo las verdaderas intenciones que movían a Verónica.

Había llegado la hora de la cena, y solo faltaba que la familia Oliveros llegara. Mientras tanto, Luciana seguía en su habitación, dando vueltas, tratando de encontrar una forma de hacer que aquella familia desistiera de casarla con su hijo.

Entonces, se le ocurrió una idea, se vistió con un jeans rotos y holgados que tenía, junto con una camisa blanca, sencilla y sin forma. Era lo más desaliñado que encontró en su closet, sabiendo que tanto a su abuela como a sus padres les desagradaba verla así… y suponía que a la otra familia también le desagradaría mucho al verla de aquel modo.

Pensando en la cara que pondría la familia Oliveros al ver el desastre de nuera que se habían conseguido, se emocionó aún más. Su cabello, lleno de rizos rebeldes, decidió no peinarlo y lo dejó al natural, mostrándose en todo su esplendor, sin definición alguna. Luego, se aplicó un maquillaje oscuro, sabiendo que, a cualquier familia conservadora, como la suya y la de los Oliveros, aquello les resultaría escandaloso.

Cuando Begonia le avisó que ya debía bajar, Luciana le dio una media sonrisa al espejo y bajó las escaleras feliz con su apariencia…

Pero apenas miro la cara de su prometido, se arrepintió al instante. Ese hombre no era otro que el mismo por el que había suspirado durante tanto tiempo, al que había buscado sin descanso y nunca pudo encontrar.

Y ahora estaba allí, delante de ella, mirándola de arriba abajo con una expresión de total desagrado, En ese momento, ella estaba que moría de la vergüenza.

En su mente, Luciana se maldecía una y otra vez por haber tomado aquella decisión, y más aún cuando uno a uno los miembros de la familia Oliveros se fueron presentando, todos impecablemente vestidos y acordes a la ocasión.

Los hermanos de Maximiliano se presentaron: uno se llamaba Matías y el otro Mateo. Pero fue la madre de este quien resultó ser la más desagradable. Pues no se molestó siquiera en disimular su disgusto al decir:

—Pensé que la señorita Luciana sería una chica bien portada y acorde con nuestra familia, alguien que no dañara la imagen ni la reputación de los Oliveros… pero veo que me equivoqué.

Luego de esas palabras, y para terminar de sentirse aún más avergonzada, Luciana levantó la mirada y se encontró con un rostro hermoso. Era una joven que se presentaba como Olivia Oliveros, y parecía sacada de un cuento de hadas.

Aquella chica le sonreía con una expresión angelical e inocente. Llevaba un vestido rosa palo, tipo tul strapless que le llegaba justo a la rodilla. Sus tacones plateados brillaban bajo la luz, y una delicada gargantilla de diamantes, a juego con sus pendientes y con el cabello recogido de forma elegante, Olivia se veía tan perfecta que Luciana se sintió diminuta a su lado.

En ese momento, al mirarse y luego mirar a Olivia, Luciana se dio cuenta de que estaba en el lugar equivocado. La vergüenza fue tan grande que sintió cómo el rostro se le encendía, se le puso completamente rojo y no sabía qué hacer para arreglar aquel desastre.

Deseó, con todas sus fuerzas, poder retroceder el tiempo y vestirse acorde a la ocasión. “O mejor aún —pensó—, si la tierra se abriera justo ahora y me tragara, estaría bien con eso”.

Los únicos que la miraron con ternura fueron los abuelos de su futuro esposo, quienes se acercaron y, con una calidez inesperada, la abrazaron.

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