El reloj marcaba las 10 de la noche cuando Leonardo Arriaga llegó a la casa de Camila.
Había pasado todo el día sumido en la rabia, en la ira contenida, en la necesidad de enfrentarla y exigir respuestas.
Intentó calmarse, pero la imagen de Isabela en esa cama de hospital, vulnerable y en peligro, lo atormentaba.
Golpeó la puerta con fuerza.
—¡Camila, abre esta maldita puerta! —su voz resonó con dureza.
Unos segundos después, la puerta se abrió lentamente.
Camila apareció ante él, con los ojos hinchados, descalza y con una bata de seda.
Parecía deshecha.
Pero Leonardo no sintió lástima.
No podía.
—¿Qué demonios hiciste? —gruñó, entrando sin ser invitado.
Camila cerró la puerta y lo miró con los ojos brillantes de lágrimas.
—¿Qué hice? —su voz tembló—. ¿De verdad me preguntas eso, Leonardo?
Él apretó la mandíbula.
—Ordenaste asesinar a Isabela.
Camila dejó escapar una risa amarga.
—¿Y qué esperabas? ¿Que me quedara de brazos cruzados mientras la sigues eligiendo a ella?
—No la estoy el