La mansión Arriaga era silenciosa aquella noche, salvo por el suave susurro del viento que atravesaba las ventanas. En su habitación, Isabela se sentó en el borde de la cama, rodeada por la soledad que parecía haberse convertido en su compañera constante. Sus manos temblaban mientras sostenía una pequeña fotografía de su familia, el único recuerdo tangible de la vida que dejó atrás cuando aceptó este matrimonio.
Miró la imagen, los rostros sonrientes de sus padres y hermanos, y una lágrima solitaria rodó por su mejilla. ¿En qué momento todo esto dejó de tener sentido?, se preguntó, sintiendo cómo el vacío en su pecho crecía con cada pensamiento.
La conversación consigo misma
Isabela se levantó lentamente y caminó hacia la ventana. Las luces del jardín brillaban tenuemente, pero no ofrecían consuelo. Se abrazó a sí misma, tratando de encontrar algo de calor en una noche que parecía más fría que de costumbre.
—¿Qué estoy haciendo aquí? —murmuró, su voz apenas un susurro.
Recordó la