Entre el humo, Salomón cobró su deuda: golpeó a Varek sobre su herida en el pecho, dejándolo inconsciente. Rasen cayó de su espalda y, sin perder tiempo, lo arrastró hasta la celda. Bajo la mirada atenta de los demás, aseguró sus brazos y piernas con grilletes.
Varek despertó en silencio, con la sangre seca en la nuca como único rastro de lo ocurrido. Sus heridas ya habían sanado, lo que dejó atónito al lobo de ébano.
—¡Sariel! ¿Dónde está? —rugió Varek, su voz cargada de furia y desesperación—. Si lo alejas de mí, cometerás un error fatal.