Capítulo 7
Después de que María mencionó llamar a la policía, las reacciones de Patricia y Alejandro fueron reveladoras.

Patricia evitó su mirada, mientras Alejandro explotó furioso:

—¡María, ¿crees que no me atreveré a llamar a la policía por temor a perderte?!

«No, Alejandro, sé que lo harías sin dudarlo», respondió María para sus adentros. «Pero tu primer amor no te dejará llamar a la policía, porque ella sabe que sus pequeños trucos pueden engañarte a ti, pero no a las autoridades.»

Si la policía descubriera que ella misma había esparcido el polvo de cacahuete, ¿no sería vergonzoso escándalo?

Y, en efecto, un segundo después, Patricia intervino con voz melosa:

—Alejandro, no hagas eso. María sigue siendo tu esposa. No puedes enviarla a prisión por mi culpa. Además, no ha pasado nada grave. Y, si lo piensas bien, aunque no lo hagas por ella, deberías considerar a los Fernández. Si la esposa del heredero de la familia va a prisión… cuando esto se sepa, las acciones de la empresa se verán afectadas.

Gracias a la persuasión de Patricia, Alejandro finalmente contuvo su ira y no llamó a la policía. Sin embargo, aunque no hubiera denuncia, el castigo era inevitable.

—María, Patri es bondadosa y no quiere que asumas responsabilidades, pero eso no significa que puedas salir impune —dijo Alejandro con voz helada, apretando el cuello de María—. El sufrimiento que Patri ha soportado esta noche, tú también vas a sentirlo. Exactamente igual. ¡Doctor Morales, traiga la medicina que preparó!

Sin darle tiempo a reaccionar, Alejandro sujetó la barbilla de María y le obligó a tragar un líquido desconocido.

El efecto fue inmediato. María, empapada en sudor, se retorcía en el suelo agarrándose el estómago, con espasmos tan fuertes que varias veces estuvo a punto de perder el conocimiento.

Mientras tanto, Alejandro la observaba con frialdad, sin inmutarse ante su sufrimiento.

—Duele, ¿verdad? —susurró con desprecio—. Así se sintió Patri cuando bebió la sopa que tú envenenaste. Recuerda bien este dolor; solo recordándolo podrás cambiar.

María, con el rostro empapado y el cuerpo temblando, se mordió con fuerza el dorso de la mano, desgarrándose la piel, pero no la soltó ni gritó de dolor.

«Alejandro, no te preocupes, como dijiste, recordaré bien este dolor», pensó. «Este es el sentimiento y la consecuencia de amarte. Quédate tranquilo que lo tengo claro. No cometeré el mismo error».

María sufrió durante todo el día. Solo hasta entrada la noche la medicina dejó de hacer efecto. Estaba empapada de sudor frío, tan pálida que parecía hecha de papel.

En ese momento, su tía la llamó por teléfono, por lo que, con un esfuerzo monumental, tomó el aparato y respondió:

—¿Hola?

—María, soy yo —dijo su tía, con voz cálida y familiar—. Ya completé todos los trámites para tu viaje. ¿Cuándo planeas venir? Así te compro el boleto.

Tumbada en el suelo, con las pestañas temblando ligeramente, María deseaba partir al amanecer; no podía soportar quedarse un minuto más en esa casa. Sin embargo, después de un día entero de dolor, se sentía como una muñeca rota. No tenía ni fuerzas para moverse, ni mucho menos para tomar un avión.

Además, si llegaba así, su tía se preocuparía mucho, por lo que, rápidamente, respondió:

—Pasado mañana por la noche. Ya he completado los trámites del divorcio. Solo necesito recoger mis cosas y podré irme.

—Perfecto —respondió su tía con dulzura—. Te compraré un boleto para las siete de la noche de pasado mañana. Lleva tu identificación y pasaporte; con eso podrás recoger el boleto en el aeropuerto.
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