Capítulo 6
Acusada tan injustamente, María respondió con desconcierto:

—Si no he entrado a la cocina en todo el día, ¿cómo habría podido envenenar a Patricia?

—Que no entraras no significa que no pudieras sobornar a alguien para que lo hiciera por ti —replicó Laura con una sonrisa maliciosa—. Esta mañana, cuando llegué, los vi a ti y a Sandra en el jardín cuchicheando sospechosamente... Ahora lo entiendo, estaban planeando envenenar a Patricia, ¿verdad?

—¡Por Dios, señorita! No puede hacer acusaciones así —se defendió Sandra, indignada—. Soy solo una empleada, ¿cómo me atrevería a envenenar a alguien?

—¿Entonces qué estaban tramando con tanto secretismo en el jardín? —insistió Laura.

—Yo... —comenzó a responder Sandra, lanzándole una mirada furtiva a María, sin saber qué responder.

Con Alejandro y Patricia presentes, no podía revelar lo que habían hablado esa mañana frente a la protagonista.

—¿No puedes responder? ¡Es obvio que esconden algo! —sentenció Laura con aire triunfal—. Patricia, ¿quieres que llame a la policía? Envenenar comida es intento de homicidio.

Al escuchar «policía», el rostro de Patricia se contrajo aún más, mientras se aferraba a la mano de Alejandro, y exclamaba entre lágrimas:

—¡Alejandro, me duele tanto! ¿Me voy a morir? Tengo mucho miedo...

Alejandro, alarmado al ver a Patricia tan afligida no perdió ni un segundo, y rápidamente la tomó en brazos, antes de correr hacia la puerta, ordenando:

—¡Preparen el coche! ¡Vamos al hospital de inmediato!

Sin embargo, antes de cruzar el umbral, se detuvo un momento y le lanzó a María una mirada fulminante, advirtiendo:

—¡Me ocuparé de ti cuando regrese!

Sandra, temblorosa, rompió a llorar. A sus cincuenta años, se veía completamente desbordada.

—Señora… ¿qué vamos a hacer? Yo no la envenené, se lo juro. Solo vine a trabajar y ahorrar algo para mi jubilación. No tengo motivos para hacerle daño a nadie.

María sabía que Sandra decía la verdad. Pero como era quien había cocinado, si nadie más se hacía responsable, Alejandro la culparía sin dudar.

—Cuando Alejandro regrese, si te interroga, dile que yo te ordené hacerlo —dijo María con serenidad—. No te preocupes. Échame toda la culpa a mí.

—¿Cómo podría hacer eso? —protestó Sandra, alarmada—. Señora, no hicimos nada malo, ¡no podemos confesarnos culpables!

María sonrió con amargura. Durante aquellos días había comprendido que, sin importar lo que dijera, para Alejandro ya era culpable. Su destino estaba sellado, confesara o no.

Y si ese era el caso, prefería proteger a Sandra antes de arrastrarla con ella.

—Haz lo que te digo —repuso María con voz firme—. No te preocupes. Tengo un plan. Todo estará bien.

Después de pasar toda la noche en el hospital, Alejandro regresó con Patricia cerca del amanecer, y, en cuanto llegó, comenzó a acusarla, sin más.

—María, fuiste bastante astuta. Sabías que Patricia es alérgica a los cacahuetes, así que los moliste y los esparciste en su sopa... ¿Sabes que, si no la hubiera llevado al hospital a tiempo, podría haber muerto? Sandra ya confesó que tú le ordenaste hacerlo. ¿Qué tienes que decir en tu defensa? Te daré una oportunidad. Habla y dime por qué hiciste algo así.

María levantó la mirada y observó a Patricia, quien yacía en la cama con el rostro pálido.

—María, no creo que quisieras hacerme daño. Debes tener tus razones, ¿verdad? —repuso ella, mirándola como animal herido.

—Gracias por tu confianza —respondió María con una sonrisa calmada, mirándola directo a los ojos—. En efecto, no te hice daño. No sé por qué Sandra me está acusando falsamente... Tal vez deberíamos llamar a la policía para que investiguen adecuadamente. Mis palabras pueden no ser confiables, pero los resultados de una investigación policial formal sí lo serán.
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