Capítulo 4
Alejandro se quedó toda la noche en la habitación de Patricia. Sin embargo, María no le dio mayor importancia, pero, por la mañana temprano, Sandra, la mucama, la llevó al jardín trasero, como si fuera a revelarle un gran secreto.

—Señora, ¡debe estar más alerta! —le dijo en voz baja, con preocupación—. ¡Esa Patricia es una descarada! ¡Claramente vino a seducir al señor! Si hubiera visto lo que llevaba puesto anoche... ¡Ay, Dios mío! ¡Ni siquiera podía mirarla!

María sonrió con calma.

—Estás exagerando, Sandra. Patricia y Alejandro crecieron juntos, y se tienen mucho cariño. No vuelvas a hablar mal de ella; si Alejandro te escucha, se molestará.

Sandra quedó desconcertada. Levantó la mirada y observó a María con extrañeza, antes de preguntar, con tono vacilante:

—Señora, ¿se encuentra bien?

—Claro que sí —respondió María, sonriendo—. Estoy perfectamente.

Esa sonrisa parecía una máscara soldada a su rostro. Pero seguiría sonriendo, no volvería a llorar.

—¡No es cierto! ¡Hoy está muy diferente! —insistió Sandra con convicción—. Antes llamaba al señor cariñosamente «Jano», pero ahora lo llama «Alejandro».

María bajó la mirada, sus densas pestañas cubriéndole los ojos, sin responder.

En realidad, cuando había comenzado su relación con Alejandro, tampoco lo llamaba «Jano». Siempre lo llamaba por su nombre, tal y como hacían sus amigos. Fue después, la primera vez que estuvieron juntos, cuando él la presionó contra la cama, le vendó los ojos, y mientras la tomaba con fuerza, jalándole el cabello, que le exigió que lo llamara Jano.

Siempre creyó que era un apodo íntimo entre ellos, que solo ella podía usar. Incluso, se había sentido secretamente feliz por eso durante mucho tiempo.

Hasta el día anterior…, cuando escuchó a Patricia llamarlo así, finalmente comprendió todo.

Con razón aquella noche él había vendado sus ojos. Después de todo, sus ojos eran lo que menos se parecían a los de Patricia.

Sin embargo, su voz sí era similar, por eso le había pedido que lo llamara de esa manera, una y otra vez, hasta que ella perdió el conocimiento.

—Sandra —dijo María, dándole una palmada suave en el hombro—. En una casa como esta, lo más importante es hacer mucho y hablar poco. En adelante, procura no hablar mal de Patricia.

Muy pronto se marcharía y Patricia la reemplazaría como señora de la casa. Si Sandra cometía un error y ofendía a Patricia, seguramente sufriría las consecuencias.

Después de aconsejarla, María subió a buscar los papeles del divorcio y se dirigió al despacho de Alejandro.

Él estaba ocupado con el trabajo, por lo que, al verla entrar, resopló con fastidio.

—¿Ya reconoces tu error? —preguntó sin mirarlo.

—Sí —respondió María con indiferencia.

Si él decía que estaba equivocada, pues lo estaría. Quedaban pocos días para que se fuera, ¿para qué discutir con él?

—¿Y no podrías haber entrado en razón antes? ¿Era necesario complicar tanto las cosas? —refunfuñó Alejandro de mal humor, mientras, con rostro serio, sacaba del cajón una pequeña caja finamente elaborada y se la lanzó a María—. Tu regalo de cumpleaños atrasado. Ábrelo.

María quiso decir que no era necesario, pero su intuición le advirtió que, si lo decía, Alejandro volvería a enfadarse. Y, dado que necesitaba que firmara los papeles de divorcio, lo mejor era no provocarlo. Por lo que aceptó el regalo en silencio.

En ese momento, el teléfono de Alejandro sonó, y María alcanzó a ver el nombre en la pantalla: Patricia.

Alejandro miró a María, antes de sacar unos auriculares del cajón y se los puso.

Al responder, sus fríos ojos se llenaron inmediatamente de calidez. Su voz se suavizó, sonando completamente distinta a la que usaba con ella.

Aprovechando el momento, María le entregó los papeles del divorcio.

—Firma esto, por favor.

Alejandro ni siquiera los miró antes de firmar, y luego continuó hablando animadamente con Patricia.

—¿No... quieres revisarlo primero? —preguntó María, frunciendo el ceño.

—No es necesario —respondió Alejandro con impaciencia—. ¿No son los documentos para traer especialistas extranjeros para tratar a tu madre? Haz lo que creas conveniente. Si necesitas que firme algo más, dáselo a Jorge para que me lo haga llegar.

María abrió la boca para decir algo, pero antes de que pudiera hacerlo, él añadió, tajante:

—No me llames por tonterías. ¿Sabes cuántas llamadas importantes me hiciste perder la última vez que con tus mensajes sin sentido?
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