Jennie Frost
—«Conoce a mi esposa.»—
Esas tres palabras no dejaban de resonar.
Se aferraban a mí entre los flashes, entre el enjambre de cámaras, entre la forma en que la multitud se abría como si, de repente, me hubiese convertido en otra persona—alguien intocable.
Me condujo por todo aquello, mano firme en la parte baja de mi espalda, hasta que llegamos al salón privado. Cuando abrió la puerta del baño, entré primero yo y la cerré detrás de los dos.
Por un momento, ninguno de los dos habló. Mi pulso era un tambor. Él permanecía allí, tranquilo como siempre, una media sonrisa aún rondando sus labios—como si acabara de cerrar un trato perfecto en vez de detonar toda mi vida.
—«¿Por qué ese cambio de opinión tan repentino?» —logré decir, con la voz tensa.
Él metió la mano en el bolsillo, sacó un pañuelo e inició la limpieza de la mancha de vino en mi vestido—lento, deliberado, infinitamente compuesto.
—«Cambié de opinión» —contestó simplemente, alzando la mirada entre sus pestañas—. «¿