Al inicio de ese día,
Oriana despertó con la respiración entrecortada, su piel ardiendo bajo las sábanas. El sueño aún vibraba en su mente, superponiéndose con la realidad como si su alma estuviera reviviendo algo que nunca olvidó. Había sentido sus labios, la calidez de su cuerpo contra el suyo, pero no era solo el Gabriel que conocía ahora… era él en otra época, otro tiempo. Un recuerdo que no podía haber vivido, pero que ardía en su sangre como si fuera suyo.
En su sueño, Oriana veía los campos dorados de trigo ondeando al viento, la brisa fresca de la tarde envolviéndola mientras observaba a lo lejos la figura de Gabriel, desmontando de su caballo. Su regreso al campo no había pasado desapercibido; sus padres ya la habían advertido la última vez.
—Ese hombre solo te busca para saciar sus deseos —le había dicho su madre con severidad, mientras amasaba el pan. Su padre solo gruñó, sin mirarla, pero su silencio fue aún más lapidario.
Pero Oriana no podía creerlo. Gabriel no era así.