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DAFNE

Cuando abrí los ojos, esperaba ver estrellas.

En cambio, vi un cielo hecho de cenizas.

El aire brillaba tenuemente con una neblina plateada. Los árboles se alzaban como huesos rotos, sus hojas resplandeciendo débilmente bajo una luz que no provenía ni del sol ni de la luna. Mi aliento salía en bocanadas blancas, el frío mordiéndome la piel, aunque no soplaba viento alguno.

—¿Dónde… estoy? —mi voz se quebró.

Atenea guardaba silencio. El lazo entre nosotras —débil, frágil— palpitaba con suavidad dentro de mi pecho.

Todo estaba demasiado quieto. Demasiado incorrecto.

Lo último que recordaba era la luz —el rostro de Jordán, su voz suplicando que regresara. Luego, el mundo se había hecho pedazos.

Ahora, sentía como si hubiera caído en algo más profundo que la muerte.

Avancé tambaleante, mis pies descalzos rozando la hierba plateada. Cada paso resonaba —no como un sonido, sino como un recuerdo.

Susurros me siguieron. Suaves. Familiares.

—Dafne…

El sonido de mi nombre hizo que mi piel
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