DAFNE
Cuando desperté, todo estaba frío. El aire estaba húmedo, pesado, y no podía ver nada. Mi cuerpo temblaba, mis dedos se clavaban en el suelo áspero bajo mí. Podía sentirlo: no era piedra. Era tierra. Tierra fría y húmeda. El aroma a sangre y ceniza llenaba el aire.
Mi corazón latía con fuerza mientras mi mente intentaba entender dónde estaba. “¿Jordán?” llamé, con la voz pequeña y temblorosa. El silencio fue mi única respuesta.
Oscuridad.
Eso fue lo primero que me golpeó: la oscuridad aplastante. Ni siquiera podía ver mi mano frente al rostro. Era el tipo de oscuridad que respira, que se mueve, que parece viva. El pánico subió por mi pecho. Mi mayor miedo me estaba mirando de frente.
—No —susurré, acurrucándome en el suelo—. No, por favor… no aquí… no la oscuridad…
Los recuerdos regresaron: el fuego, el accidente de coche, el grito de mi madre. Sus manos empujándome fuera antes de que las llamas la envolvieran. Cada pesadilla que alguna vez tuve salió arrastrándose de las sombra