JORDÁN
Dolor.
Eso fue lo primero que sentí. Se arrastraba por mis venas como fuego, quemando cada nervio, cada hueso.
Abrí los ojos de golpe. El techo sobre mí era desconocido — piedra pálida con vetas de grietas, un tenue rayo de luna filtrándose por las cortinas. El aroma me lo dijo todo. Los aposentos de Dorotea.
Estaba vivo.
Apenas.
—Tranquilo —dijo una voz suave a mi lado. Teodoro. Se veía exhausto, su cabello oscuro despeinado, la mandíbula tensa—. Has estado inconsciente por horas. Dafne te trajo de vuelta. Tú—
—¿Dónde está? —mi voz sonó ronca, casi un gruñido.
Teodoro vaciló, luego suspiró. —Descansando. Usó demasiada energía para salvarte. Lo que sea que pasó allá afuera… —se frotó las sienes—. No fue normal, Jordán. El suelo estaba quemado. Los árboles, carbonizados. Juro que la misma Luna pulsó cuando colapsaste.
Cerré los ojos. El recuerdo me golpeó como una tormenta.
La voz. El dolor. El susurro que se arrastró en mi mente como humo.
“Arráncale el corazón… libérame…”
Y lu