Diana estaba furiosa. En la cocina de su casa, con el vaso de agua aún temblando entre sus dedos, sentía cómo la rabia le subía por la garganta como fuego.
Golpeó el mesón con fuerza, el sonido seco resonó en la cocina. No era solo enojo: era frustración, impotencia, una mezcla de orgullo herido y miedo disfrazado de furia.
El agua salpicó un poco sobre la encimera, pero ella no lo notó. Su mente estaba en otro lugar, repasando cada palabra, cada gesto, cada traición que la había llevado hasta ese punto.
—No puedo creer que ese estúpido de Christopher nos haya hecho esto —dijo al fin, con rabia contenida—. ¿Quién se cree? ¿En verdad planea escapar de la policía? Es un inútil. Bueno para nada. ¡Imbécil!
—Tienes que calmarte —sugirió Gabriel—. No resolverás nada enojándote con él. Con suerte, puede que no lo encuentren.
—¿Y si sí lo encuentran? Me va a hundir con él, estoy segura —Se mordió una uña, nerviosa—. Habrá escuchado nuestra conversación aquel día y por eso decidió huir.