Unas semanas después…
Thiago estaba llorando y Gabriel no sabía cómo calmarlo. Le ofreció el biberón, pero el niño lo rechazó con un manotazo torpe, entre sollozos y pataletas. Gabriel suspiró, cansado, con una mezcla de frustración y ternura.
—Vamos, campeón… ¿Qué te pasa ahora? —preguntó, en voz baja—. Papá está aquí contigo. No te dejaré solo…
Lo cargó en brazos, lo meció un poco, caminando por la habitación como si el movimiento pudiera calmar el caos.
Pero Thiago seguía llorando, con los puñitos cerrados y la cara roja.
No se movió mucho, ya que seguía con el yeso en la pierna y era difícil caminar. Sus heridas estaban sanando más rápido de lo que esperaba gracias al reposo y las indicaciones del doctor. Ya no tenía el vendaje en la cabeza, y sus costillas tampoco dolían.
—Shh, estoy aquí.
Julia entró rápidamente a la habitación cuando escuchó al pequeño Thiago llorar.
—¡Señor! Déjeme ayudarlo —pidió, haciendo una ligera reverencia.
Gabriel le entregó al bebé porque sabí