Para la despedida de soltero, Nicolás alquiló una mesa de billar en un bar para ellos solos.
Paul metió la bola con una precisión inesperada, y como si hubiera ganado el campeonato mundial, empezó a saltar alrededor de la mesa con los brazos en alto.
—¡¿Vieron eso?! ¡Soy una leyenda! —gritó, mientras Nicolás se reía y le lanzaba una servilleta enrollada como proyectil—. No se me ha ido el toque. Soy buenísimo en este juego.
—Tranquilo, Messi del billar —dijo el pelinegro—. Apenas estamos empezando.
—¡Menos mal que eres de mi equipo, Paul! —exclamó Maikol, admirando a su compañero—. Yo soy un asco, la verdad. Jamás he jugado billar, lamento si arruino nuestro puntaje.
Maikol frunció el ceño al ver cómo la bola apenas rodaba unos centímetros antes de detenerse con una timidez casi insultante.
—¿Eso fue un tiro o un suspiro? —soltó Kaito, riéndose sin piedad desde el otro lado de la mesa.
Maikol lo miró de reojo, sin poder evitar sonreír a medias.
—Estoy calentando, ¿ok? No