El estruendo del control al estrellarse contra la pared resonó en el silencio de la sala, como una declaración de guerra contra todo lo que lo rodeaba.
El cuerpo de Gabriel hablaba por sí solo. Tenía los hombros tensos, la mandíbula apretada, y sus pasos eran firmes, caminó hacia el estante de bebidas.
Sirvió un poco de whisky con la mano tensada, sin hielo ni pausa. El líquido ámbar llenó el vaso como si fuera una respuesta a todo lo que no podía decir.
Bebió el trago como si fuera agua y arrugó el rostro al sentir que su garganta se quemaba.
—Maldición —masculló—. No puedo creer que Helena se haya comprometido con mi hermano. ¿Es que está loca?
La rabia lo dominaba, pero de un momento a otro, una punzada de dolor invadió su corazón. No sabía si era envidia, celos, u otra cosa.
Estaba decepcionado de todo. A veces Gabriel pensaba que Diana no era la indicada. No lo decía en voz alta, ni siquiera lo admitía del todo, pero la idea aparecía y lo frustraba.
—Soy un idiota.