La habitación permanecía sumida en una penumbra dorada, apenas iluminada por la lámpara de noche que proyectaba sombras suaves sobre las paredes de piedra. Valentina yacía inmóvil junto a Danna, escuchando el ritmo pausado de su respiración, consciente del espacio invisible pero tangible que se extendía entre sus cuerpos. Tres días habían transcurrido desde el rescate, tres noches compartiendo la misma cama, y sin embargo, la distancia emocional se había vuelto un abismo que ninguna de las dos se atrevía a cruzar.

El silencio se había convertido en su idioma común, un idioma incómodo que jamás habían necesitado antes. Valentina recordaba las noches en la mansión, cuando sus cuerpos se buscaban instintivamente, cuando las palabras sobraban porque sus almas parecían comunicarse a través del tacto. Ahora, ni siquiera se rozaban accidentalmente.