La luz dorada del atardecer se derramaba sobre los campos ondulados de la finca, pintando el horizonte con tonos cálidos de naranja y cobre. Pedro había pasado el día ayudando a Jasmine con el nuevo sistema de riego, y ahora ambos caminaban lentamente de regreso a casa, acompañados por el suave susurro del viento entre las hojas y el trinar de los pájaros que se preparaban para dormir.
Pedro llevaba las manos en los bolsillos, inquieto. Un pensamiento le rondaba la cabeza desde hacía días, y sentía que ya no podía seguir postergándolo. Miró a Jasmine, con el rostro suavemente iluminado por el crepúsculo, y sintió una punzada de ternura.
—¿Puedo preguntarte algo? —dijo, con la voz baja, casi temerosa.
Ella se detuvo y se giró hacia él, sorprendida por la repentina seriedad.
—Claro.
Pedro se rascó la nuca, vacilante.
—¿Y el padre de Roberta? Nunca has hablado de él.
La sonrisa de Jasmine desapareció. Bajó la mirada, apretando los labios como quien saborea un recuerdo amargo. Durante alg