CAPÍTULO XXIV UNA REINA NUNCA SE ARRODILLA.
La cena estaba servida.
Velas blancas, copas de cristal finamente tallado, un centro de mesa compuesto por lirios negros —los favoritos de Silvia— y una iluminación tenue que suavizaba las sombras, pero no la tensión. El restaurante entero había sido cerrado por orden directa de la familia Bovari. Esa noche, solo dos mujeres estarían sentadas frente a frente.
Una, queriendo dominar.
La otra, fingiendo que no lo haría primero.
Isabella D’Amore.
El nombre falso con el que Rebecca Di Bianco se había infiltrado en el mundo íntimo de Silvia Bovari. Una máscara perfectamente construida: inversora con raíces italianas, conectada con bancos suizos, amante del lujo discreto y con una mirada lo suficientemente fría como para parecer confiable en los negocios turbios.
Silvia llegó tarde. No por descuido, sino por estrategia. Siempre lo hacía cuando quería que el otro se sintiera pequeño.
Pero Isabella no era “el otro”. Isabella era una reina en la cacería.
—Espero no haber hecho esperar demasia