El silencio que siguió al último comentario de Keith, sobre la fuerza y la simplicidad del vestido, fue denso y cargado. Había pasado de la burla a la indiferencia, y ahora, al escuchar a Grace volver a la trivialidad de la cola y el brillo, pareció llegar a su límite de tolerancia. Sus labios se curvaron en una mueca de desprecio frío, una expresión que no iba dirigida a nadie en particular, sino a la farsa entera. Estaba cansado del teatro, y su retirada era la demostración final de su poder.
Keith se levantó de su sillón con una lentitud deliberada, rompiendo la burbuja de la planificación con la arrogancia silenciosa de su presencia. El movimiento fue brusco, el rechinar de la madera bajo su peso, un sonido que resonó como una declaración de impaciencia absoluta contra el decoro del Salón de Té. Dejó la servilleta de lino cuidadosamente doblada sobre el plato de galletas que ya no quería, un gesto final de desprecio educado hacia el confort burgués.
—Mi paciencia tiene un límite,