El aire de la Sala de Billar era denso y estancado, cargado con el aroma a cuero viejo y la pesada cera de abeja utilizada para pulir los muebles. Aunque había algunos volúmenes y bustos en las esquinas, no era una biblioteca, sino un espacio dedicado al ocio varonil. Un lugar donde el pasado se sentía opresivamente presente en los pesados trofeos de caza y los retratos de caballeros en armadura ligera. La tenue luz de la tarde apenas se filtraba por los altos ventanales góticos, cuyos cristales emplomados teñían el sol de un gris melancólico. Esto proyectaba largas, temblorosas sombras sobre el panelado de caoba y los severos bustos de mármol que parecían vigilar desde las alturas.
Keith se apoyaba despreocupadamente contra una imponente estantería de roble oscuro, que contenía una colección encuadernada en piel y oro. Tenía un tomo polvoriento de heráldica abierto en sus manos, pero la postura era puramente performativa; sus ojos plateados no leían, sino que seguían, con una intensi