El gran vestíbulo de mármol quedó en un silencio resonante, roto solo por el goteo de la lluvia afuera y la respiración agitada de Elara. Estaba sola con Duncan, pero se sentía más expuesta que nunca. La sonrisa íntima y victoriosa de Keith aún ardía en su memoria, un fantasma que se aferraba a su piel a pesar de la distancia. Elara luchaba por controlar el temblor que le nacía desde el centro del estómago y se extendía hasta las puntas de sus dedos entumecidos.
Duncan no notó el temblor en las manos de Elara; su propia furia acaparaba su atención. Sus ojos, antes llenos de alivio por verla, se nublaron con una emoción más oscura: la frustración profunda y el disgusto. Miró hacia el pasillo por donde se habían ido Grace y Keith, su mandíbula tensa bajo la piel.
—Estoy harto de su actitud, Elara. Sencillamente harto —murmuró Duncan, y la furia contenida en su voz hizo que Elara se encogiera. Su mano subió para limpiar un rastro de humedad de la mejilla de Elara, un gesto tierno que aho