La luz del candelabro, cálida y antigua, luchaba contra las sombras que se acumulaban en los rincones del opulento comedor. Se reflejaba, en la caoba pulida de la mesa, una pieza antigua que había visto generaciones de Frasers cenar bajo un mismo techo. Fuera, el viento de las tierras altas susurraba una fría brisa contra los ventanales, un sonido melancólico que contrastaba con la falsa paz creado por el crepitar del fuego en la chimenea y el profundo aroma a estofado de cordero y hierbas.
Grace sonreía, la anfitriona perfecta, con su cabello perfectamente peinado y el collar que Elara le había obsequiado. Estaba sentada a un lado de su esposo, Errol que la escuchaba con la calma, sorbiendo tranquilamente su copa de un añejo Borgoña.
—Y te juro, querido, que si no hubiéramos encontrado ese abrigo de tweed grueso, Elara se habría convertido en un carámbano —dijo Grace, con un tono maternal y un punto de alivio—. ¡Todo lo que trajo era digno de la Riviera! Esas pequeñas faldas de seda