Mientras tanto, en el corazón de la ciudad, Leonard Wessex descendía de su automóvil con una calma fingida.
Su porte era aún elegante, aunque el leve rastro de ojeras revelaba que no había dormido bien.
Los empleados de la agencia levantaron la vista con desconcierto cuando lo vieron pasar. Sabían quién era. Sabían lo que representaba. Y también sabían, por rumores, que ese hombre era el esposo de su jefa.
Pero él no se detuvo.
Entró como una sombra que trae tormenta.
Abril estaba en su oficina, revisando los diseños de su campaña. Cuando la puerta se abrió sin golpear. Alzó la vista y se quedó congelada.
Allí estaba Leonard.
Los segundos se estiraron como gomas tensadas a punto de romperse.
Ella no dijo nada. Tampoco él. Solo se miraron. Como dos sobrevivientes reconociéndose después de una guerra.
—No puedes venir aquí como si no hubieras arrasado con todo —dijo Abril al fin, sin alzar la voz. La calma era más peligrosa que un grito.
—La agencia es mía también —respondió él, cruzando