QUERIDA ESPOSA DISCAPACITADA, ¡CUÁNTO TE ODIO!
QUERIDA ESPOSA DISCAPACITADA, ¡CUÁNTO TE ODIO!
Por: Dirtsa Aijem
UNA DEUDA QUE SALDAR

~Harper Sullivan~

El sol del mediodía caía con furia sobre el cementerio, secando la tierra removida que aún olía a humedad. El ataúd dentro del cual estaba el cuerpo de mi padre descendía lentamente, envuelto en un silencio incómodo, mientras el grupo reducido de asistentes que nos habían acompañado a mi madre y a mí murmuraba oraciones mecánicas.

Yo mantenía la mirada fija en la madera oscura, los labios apretados y los dedos entumecidos alrededor del pañuelo con el que había estado secando mis lágrimas.

Mi pobre madre parecía más frágil que nunca. Sus hombros temblaban bajo el vestido negro, y sus ojos hinchados de tanto llorar no se apartaban de la tumba recién cavada.

Tragué saliva, obligándome a contener las lágrimas. Aunque quería desboronarme, debía mantenerme firme y fuerte, por mi madre... y por mí misma, principalmente. Era el momento de demostrar que no era una débil como todos creían, aunque en ese momento no tenía ni la menor idea de cómo hacerlo.

Estaba aterrada por el desastroso futuro que nos deparaba.

Mi padre había sido un hombre complicado, de malas decisiones y caprichos insensatos, pero seguía siendo mi padre. Y ahora se había ido, dejándonos con un vacío demasiado grande… y con deudas imposibles de imaginar.

Durante mis veintidós años de vida, había sido criada por mi madre, e incluso mi padre, como alguien débil y frágil, que por mi discapacidad física no podía ser nada más que una carga para los demás. Ahora, con mi padre muerto por un infarto fulminante y muchos problemas que enfrentar en mi camino, podía demostrarle a todos que podía ser inteligente y que tenía la capacidad y la astucia necesaria para salir adelante y vencer todos los obstáculos que me esperaban por delante.

O al menos ese era el pensamiento con el que me engañaba y me daba aliento para no desmayar.

El sacerdote dio la última bendición. Después de darnos el último pésame y de despedirse, la gente se dispersó en murmullos y pasos rápidos, ansiosos de escapar del calor y del peso del luto.

Pasé un brazo por los hombros de mi madre y la ayudé a levantarse. El aire seco del verano se colaba en mis pulmones, áspero y sofocante. Mi madre, en un susurro apenas audible, dijo:

—Se acabó, hija. Al fin se acabó.

Quise creerlo, quise pensar que todo lo malo había quedado enterrado junto a ese hombre que tantas veces nos había arrastrado al borde de la ruina y la desgracia. Pero en el fondo sabía que la muerte no borraba deudas. Y la que mi padre había dejado en nuestras manos era demasiado grande.

Avanzamos hacia la salida del cementerio, caminando lentamente por el sendero de grava, ya que, gracias a que no tenía una pierna y en su lugar tenía una prótesis, cojeaba un poco.

Fue entonces cuando lo vi.

Un hombre de porte imponente, vestido con un traje negro impecable a pesar del calor abrasador, esperaba junto a la verja de hierro. Alto, de cabello gris perfectamente peinado hacia atrás, con un rostro que transmitía poder y severidad, como si todo a su alrededor le perteneciera por derecho. Sus ojos, de un azul acerado, se clavaron en nosotras —especialmente en mí... y en lo que no era mi pierna— con una intensidad que hizo que me estremeciera.

Mi madre lo reconoció antes de que yo lo hiciera, pues ella si lo había visto un par de veces.

Su rostro perdió aún más color, a medida que nos acercábamos a él.

—Dios mío… —murmuró, apretando con fuerza mi mano.

Fruncí el ceño.

—¿Quién es?

Mi madre no respondió, solo bajó la mirada, como si deseara desaparecer.

El hombre dio unos pasos hacia adelante, con la seguridad de quien nunca es cuestionado por sus actos.

—Señora Sullivan. Señorita Sullivan —saludó con voz grave, cargada de una calma que resultaba inquietante.

Mi madre titubeó, su voz quebrada.

—Señor Blackwood…

Contuve el aliento. Blackwood. El apellido me resultaba demasiado familiar, pues antes de que mi padre muriera había sido repetido tantas veces en las discusiones de mis padres, en las noches en que él bebía y maldecía. El hombre que había prestado dinero, el acreedor más poderoso del outback: Edmund Blackwood.

Sentí un nudo en la garganta.

—¿Qué hace usted aquí? —preguntó mi madre con dureza, intentando ocultar el temblor en su voz.

Los labios del hombre se curvaron apenas en una sonrisa para nada cálida.

—He venido a presentar mis respetos… y a saldar cuentas.

Mi madre dio un paso atrás, como si esas palabras hubieran sido un golpe a su rostro.

—No… no es el momento. Mi esposo acaba de ser enterrado.

—Precisamente por eso —replicó Blackwood, sin inmutarse—. La muerte no borra deudas. Su difunto marido me debía una suma millonaria. Y ahora, esa carga recae en ustedes.

El aire se volvió más pesado. Sentí que la única pierna que tenía me flaqueaba y que la prótesis no era lo suficientemente fuerte y estable para mantenerme en pie, pero apreté los puños para no mostrar debilidad.

—No tenemos dinero —dije con voz firme, aunque por dentro se rompía—. Si lo que busca es humillarnos, ya lo ha conseguido viniendo aquí.

—No me interesa humillarlas, señorita Sullivan. —Blackwood inclinó apenas la cabeza, como quien expone una verdad evidente—. Me interesa cobrar lo que me pertenece.

Mi madre empezó a llorar en silencio, llevándose un pañuelo al rostro. Como pude, la sostuve con fuerza, furiosa conmigo misma por no tener cómo protegerla. Por no poder hacer más.

—No tenemos nada —manifesté, al borde de la desesperación—. No podemos pagarle.

El silencio que siguió fue insoportable. Luego, la voz de Blackwood volvió a sonar, lenta, calculadora.

—Lo sé. Por eso vengo a ofrecerles una salida.

Lo miré con recelo.

«Una salida».

En los ojos del hombre había algo tan frío que me helaba la sangre. Por lo poco que sabía del mundo y de las personas, no se podía esperar buenas intenciones de quienes venían como si nada a ofrecer soluciones ante los grandes problemas.

Siempre esas "soluciones" o "ayudas" venían con un beneficio incluído y ese beneficio, normalmente, no era para el que estaba hundido en la m****a.

—¿Qué clase de salida? —pregunté rápidamente.

Blackwood se acercó un paso más. Su sombra cayó sobre nosotras, como si el mismo sol hubiera perdido la luz.

—Saldaré la deuda. Todo quedará olvidado. Ustedes no volverán a preocuparse por dinero. Su madre seguirá viviendo en la ciudad, cómoda, sin privaciones.

Mi madre también lo miró con incredulidad, como si la esperanza quisiera abrirse paso a la fuerza.

—¿Y qué… qué quiere a cambio?

La respuesta llegó con la calma cruel de un verdugo que ya decidió la sentencia.

—Un matrimonio... y un hijo que sea mi heredero.

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