~COLE BLACKWOOD~

La noche anterior, cuando conocí a esa chica y me informó que iba a casarse con mi padre, rápidamente fui a buscarlo a él para exigirle una explicación por lo que iba a hacer.

¿Cuál fue mi sorpresa?

Que me informó que no era él quien se iba a casar, sino yo.

Me rehusé, le dije que estaba totalmente loco si creía que yo iba a aceptar semejante locura, y, ¿qué hizo él? Me amenazó con desheredarme y desterrarme de estas tierras que son el único amor de mi vida.

Edmund Blackwood siempre me ha recriminado el hecho de no sentar cabeza y no querer ni una esposa ni hijos. Siempre me amenazó con buscarme una él mismo si yo no lo hacía, y siempre pensé que solamente hablaba por hablar y tarde o temprano se iba a hartar de repetirlo, pero no.

Allí estaba yo, vestido con un maldito traje oscuro, parado en el pequeño altar de la capilla que había dentro del rancho, esperando a esa... mujer que mi padre había escogido para ser mi esposa.

«¿No pudo escoger algo mejor? ¿Una mujer que estuviera completa, al menos».

Sí, había accedido ante su amenaza porque no estaba dispuesto a dejar en manos de nadie más esas tierras que había trabajado con el sudor de mi frente desde que era un niño.

Eran mías. Me iban a pertenecer a mí cuando mi padre se muriera y sí tenía que hacer ese maldito sacrificio de casarme con esa inservible mujer para lograrlo... lo iba a hacer.

Pero, eso sí. De ese teatro de dar el sí en la iglesia no iba a pasar.

Yo mismo me iba a encargar de volver la vida de esa mujer un infierno para que ella misma saliera huyendo de allí, por el mismo camino por el que vino.

Le daba máximo una semana para hacerlo y para que ese circo de matrimonio se acabara y ella me dejara en paz.

Con el gesto endurecido, observé como mi padre la sostuvo con firmeza del brazo, obligándola a seguir adelante, después de que ella se había detenido a medio camino, al verme. Parecía que ella tampoco quería ese matrimonio. Quizá era una maldita caza fortunas que esperaba casarse con un anciano, enviudar pronto y quedarse con todo lo que era mío.

Ni en sus sueños.

Cuando finalmente llegaron al altar y ella se paró a mi lado, la tensión era tan densa que parecía que las paredes mismas iban a resquebrajarse.

El sacerdote carraspeó, nervioso, y comenzó con el ritual.

Apenas escuchaba las palabras que él decía. Solo quería que esa m****a se terminara cuanto antes.

Mantenía la mandíbula apretada, sin mirarla. Solo cuando llegó el momento de intercambiar votos alcé la vista, y la frialdad de mis ojos la atravesó como cuchillas, esperando que se muriera allí mismo y me hiciera las cosas más fáciles.

—Cole Blackwood, ¿aceptas a esta mujer como tu esposa, para honrarla, respetarla y cuidarla, en la adversidad y en la prosperidad, hasta que la muerte los separe?

—Acepto —dije, con un tono mecánico que parecía ensayado.

Esa chica ni me miraba. Su mirada estaba fija en el suelo. Así quería que estuviera siempre, con la cabeza agachada y sin siquiera atreverse a mirarme.

—Harper Sullivan, ¿aceptas a este hombre como tu esposo, para honrarlo, respetarlo y cuidarlo, en la adversidad y en la prosperidad, hasta que la muerte los separe?

—Acepto —respondió y solamente entonces levantó la mirada y la clavó en mí.

Pude ver en la claridad de sus ojos azules cómo las llamas del odio hacia mi persona crepitaban con fervor.

Un murmullo recorrió a los pocos presentes y el sacerdote, con una rapidez que parecía propia de quien quiere salir cuanto antes de una situación incómoda, nos declaró marido y mujer.

—Puede besar a la novia —dijo.

Hasta ese instante, me permití una sonrisa, leve, maliciosa.

Me incliné hacia ella, pero no para besarla y sellar aquel absurdo matrimonio, sino para susurrarle al oído:

—Prepárate, querida esposa, porque haré de tu vida un infierno.