El paisaje toscano se desplegaba ante ellos como una pintura renacentista. Colinas ondulantes cubiertas de viñedos, cipreses que se alzaban como centinelas y un cielo de un azul imposible que parecía pintado a mano. Valeria observaba todo a través de la ventanilla del coche, mientras Enzo conducía en silencio por la sinuosa carretera.
—Es hermoso —murmuró ella, incapaz de contener su asombro.
Enzo la miró de reojo, con una media sonrisa que no llegaba a sus ojos.
—Bienvenida a mi infancia.
El camino de grava crujió bajo las ruedas cuando finalmente se detuvieron frente a una villa toscana de piedra dorada. No era ostentosa como Valeria había imaginado, sino elegante en su sencillez centenaria, con enredaderas que trepaban por las paredes y ventanas de madera desgastada por el tiempo.
—¿Nerviosa? —preguntó Enzo, apagando el motor.