El silencio que reinaba en la mansión Costa era tan denso que podía cortarse con un cuchillo. Valeria permanecía inmóvil frente a la ventana de la biblioteca, observando cómo las gotas de lluvia resbalaban por el cristal, formando caminos erráticos que le recordaban a su propia vida: impredecible y caótica. El reflejo de Enzo apareció tras ella, su figura imponente recortada contra la tenue luz de las lámparas.
—¿Qué viste exactamente? —La voz de Enzo sonó peligrosamente controlada, como el preludio de una tormenta.
Valeria se giró lentamente, enfrentándolo. Sus ojos, habitualmente desafiantes, ahora escondían un atisbo de temor que intentaba disimular.
—Lo suficiente —respondió, alzando ligeramente la barbilla—. Lo suficiente para saber que no eres quien dices ser.
Enzo avanzó dos pasos, acortando la distancia entre ellos. Sus ojos se habían oscurecido, transformándose en dos pozos insondables de furia contenida.
—No juegues conmigo, Valeria. Te estoy preguntando exactamente qué docum