Capítulo 1

María no tuvo tiempo de pensar ni dar una respuesta a esa afirmación. Carlo la agarró del brazo con firmeza, sus dedos clavándose en su piel y la guio hacia la salida, rápidamente ella intentó sujetarse a algo, pero él la sacudió con fuerza, advirtiéndole que era mejor no pelear.

—María, no tienes escapatoria. ¿No escuchaste lo que te dije?

Ella le propinó una cachetada y seguido empezó a gritar con todas sus fuerzas, rogando para que alguien la escuchara, él cubrió su boca con una mano y con la otra la rodeó por la cintura, haciéndola avanza mientras su cuerpo empujaba el de ella, sintió sus dedos morderlo y aquello lo hizo sonreír.

El coche negro que esperaba en la calle. Ella miró alrededor, buscando ayuda, pero la calle estaba vacía, salvo por una figura sombría que los observaba desde la esquina. María quiso gritar, pero la mano de Carlo aún cubría su boca.

—Sube —dijo él, abriendo la puerta del coche con una mano, sin darle tiempo a que ella se lo pensara la empujó dentro, cuidado que su cabeza no se golpeara.

Ella fue empujada en el asiento trasero, y Carlo se acomodó a su lado. El chofer, un hombre corpulento con cara de pocos amigos, arrancó sin decir palabra.

El chofer pasó algo a Carlo y este rodeó con esto la boca de María, seguido ella no podía decir nada, su boca estaba cubierta, pero aún le quedaban las manos y pies.

No sabía mucho de defensa personal, ni tampoco se sentía en la capacidad de poder contra esos dos hombres, lo que sí sabía es que debía evitar a toda costa un secuestro. Empujó con ambas piernas el asiento del piloto y el coche pegó un frenazo que la hizo irse hacia adelante con todo el cuerpo, la mano de Carlo cubrió su cabeza de modo que no se golpeara, fue rápido, pero ella no tenía un agradecimiento para él… solo un golpe.

Pegó un puñetazo en su cara, giró su cuerpo hacia él y con ambas piernas lo empujó hacia la puerta, dándole tiempo a ella de abrir la puerta de su lado, su cuerpo cayó de espaldas hacia fuera y ella se empujó con sus piernas, saliendo del coche, Carlo sujetó sus piernas y tiró de ella, hasta casi meterla de nuevo dentro, maldiciendo en un idioma que ella no entendía, pero sabía que no decía nada agradable.

Él sujetó sus manos. Ella ya no pudo zafarse de ese agarre. El chofer bajó rápidamente y la metió dentro mientras ella pataleaba e intentaba defenderse.

Segundos después sus manos y pies estaban esposados… y ya no tenía como hacer nada.

Ella, temblorosa, giró su rostro hacia él, observando como él se limpiaba el hilo de sangre que ella provocó al golpearlo.

Él sacó un arma y se la puso en la cabeza.

—Te voy a dar dos opciones: Morir aquí mismo… o vivir con la certeza de que tu vida me pertenece desde hoy.

Carlo sostuvo el arma contra su sien unos segundos más, con la respiración tranquila y el control absoluto pintado en el rostro. No necesitaba gritar. Su sola presencia bastaba para dominar el espacio. María, con la boca aún cubierta y las muñecas atadas, se limitó a mirarlo con una furia seca que le ardía en la garganta. No iba a darle el gusto de temblar, aunque su cuerpo no la obedecía del todo.

Él bajó el arma sin apuro. Se limpió el hilo de sangre en la comisura del labio con el dorso de la mano, observándola con esa mezcla de fastidio y diversión que solo tienen los hombres acostumbrados a tomar lo que quieren.

—Sabes pelear —murmuró—. Aunque no creo que eso te ayude mucho ahora.

Se acomodó en el asiento con aire de calma calculada. La tensión que se había acumulado durante el forcejeo aún llenaba el coche, pero él se comportaba como si nada fuera extraordinario. Como si María no estuviera con las muñecas y tobillos esposados, amordazada, con el cuerpo marcado por su agarre y su voz rota por los gritos ahogados.

—Tu padre se acercó a mí hace un año. Estaba acorralado. Tenía deudas con gente que no le perdona ni los buenos días y una ejecución inminente firmada por los Sette Neri. —Carlo hablaba sin mirarla, como si relatara un simple trato de negocios—. Me pidió protección. Un lugar para esconderse, una segunda oportunidad. Y a cambio… me ofreció su lealtad. Pero no bastaba con palabras. Así que ofreció algo que sí tenía valor.

Le lanzó una mirada de soslayo.

—A ti.

María parpadeó, lentamente, mientras el estómago se le vaciaba. La tela en su boca no impidió que se escuchara el suspiro agudo que escapó de su nariz.

—Me dijo que eras obediente, limpia, virgen. Efectivamente lo de virgen no se lo creí, tampoco me llamó demasiado la atención esa parte. Que tenías apellido sin mancha, estudios, apariencia decente. Que podrías ser la mujer perfecta para alguien como yo, si me interesaba consolidar una fachada. Una esposa con nombre respetable para una vida respetablemente falsa.

Carlo se inclinó hacia ella. Bajó un poco el volumen, como si le confiara un secreto.

—Yo no necesito amor. Necesito control. Necesito legitimidad en ciertos círculos. Y una mujer como tú, amarrada a mí por la vía legal, me abrirá puertas.

Hizo una pausa, la miró directamente. Su rostro era puro acero.

—Así que acepté. Le di protección, lo escondí, le ofrecí dinero, un nuevo pasaporte. Y como parte del trato, él robó para mí una pieza valiosa: un cuadro del siglo XVII. No solo por su precio, María. Sino porque esa pintura era la llave para cerrar un trato mucho más grande. Un símbolo para una venta de armas que movería millones.

El tono se endureció, y ahora la tensión se coló de nuevo en el coche como una brisa helada.

—Pero tu padre desapareció. Se llevó el cuadro. Me dejó plantado en medio de una transacción internacional con compradores que no perdonan. Y lo único que dejó atrás fue a ti.

María cerró los ojos un instante. Todo tenía sentido ahora. Su desaparición repentina. Las noches sin llamadas. Las miradas sospechosas de su madre. Su padre no había huido por cobarde… había vendido a su hija como si fuera un objeto de lujo que no necesitaba más.

—No debería importarme. Podría matarte aquí mismo y buscar el cuadro con otros métodos —añadió Carlo, encogiéndose de hombros con desinterés aparente—. Pero tengo principios. Cuando alguien me debe… yo cobro. Y tú eres el único cabo que puedo atar.

La miró otra vez, esta vez más cerca. Ella lo fulminó con la mirada, jadeando por la respiración entrecortada que la tela no lograba contener del todo.

—Voy a quitarte la mordaza cuando lleguemos. Pero si gritas de nuevo, te juro que no me contendré. —La amenaza no era teatral. Tenía el peso seco de alguien que no hablaba por hablar—. No me interesa si estás de acuerdo o no. No necesito tu aprobación. Desde el momento en que tu padre firmó los papeles, desde que desapareció con lo mío… tú pasaste a ser parte de mis bienes pendientes. Y si no puedo tener mi cuadro… me quedaré con la mujer que usó para pagarlo. A menos que quieras morir aquí y ahora.

El coche tomó una curva cerrada. Ya no estaban en la autopista. El paisaje por la ventana se volvió más oscuro, árboles densos y calles secundarias sin alumbrado. María sintió el cambio. No sabría decir si estaban al norte o al sur de la ciudad, pero lo único claro era que ya nadie la iba a escuchar gritar.

Carlo sacó su teléfono, escribió algo rápido, y lo guardó sin mirarla. Luego, con movimientos calculados, sacó una navaja de su chaqueta y cortó la tela que cubría su boca. Lo hizo sin violencia, pero tampoco con cuidado. Solo le quitó el silencio.

María tomó aire con fuerza, como si saliera de debajo del agua. Tosió una vez. Dos. El ardor en la garganta le impedía gritar de nuevo, pero las palabras se amontonaban detrás de los labios.

—Eres un maldito enfermo —escupió al fin, ronca pero entera—. Si crees que me voy a quedar quieta y dejarte jugar a los esposos, estás más jodido de lo que pareces.

Carlo no parpadeó. La miró, simplemente, con la misma tranquilidad con la que se observan las llamas antes de lanzarle gasolina.

—No. No espero que te quedes quieta. Espero que pelees. Me divierte más así. Pero solo hasta que sea divertido. Lo demás se soluciona con una bala. Si la quieres ahora, solo dilo.

Ella intentó incorporarse, pero las esposas la obligaron a torcer el cuerpo de forma inútil. El coche frenó de golpe, y los faros iluminaron una verja enorme de hierro forjado. Al fondo, una mansión de piedra negra, con ventanas cubiertas por cortinas rojas y luces encendidas en los pisos superiores, como si alguien esperara su llegada.

Carlo la miró una última vez antes de bajar del coche.

—Bienvenida a tu nueva casa, María.

Y al abrir la puerta… todo cambió para siempre.

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