POV: Helena
El motor de mi Lexus apenas se oía, pero el ruido en mi cabeza era ensordecedor. Sentía la ansiedad como un nudo apretado en la garganta. Me repetía el mantra: Profesional. Perfecta. Exitosa. Esas eran mis tres reglas de oro, mi armadura diaria.
Yo era Helena Dandelion, una diseñadora de interiores famosa. Nadie, absolutamente nadie, podía conectar a esta mujer de traje elegante con la chica destrozada y embarazada que Franco Moretti había echado de su vida cinco años atrás. Ese era el escudo que me permitía proteger a mi hija.
Estacioné el coche. El proyecto que supervisaba valía millones, pero no era suficiente. Nunca lo sería. Nunca lo era.
Mi teléfono vibró. La noticia que esperaba me golpeó: mi socia confirmaba el desastre financiero. Si no conseguíamos una montaña de dinero en dos días, mi empresa se iba a pique. Y si mi empresa caía, mi coartada, mi vida entera, se desmoronaría, todo era como un castillo de naipes, una simple brisa destrozaría todo lo que me había costado construir. Pero en la destrucción se iría lo más importante: la seguridad de mi hija desaparecería.
Necesidad. Una palabra tan fea y desesperada, tan fea como el nombre de él.
Y justo ahí, la desesperación me arrastró. Mi mente se rompió, cayendo en el recuerdo prohibido. Una pesadilla hermosa que siempre volvía a mí.
La "casa" de Franco no era oscura, era un lugar de lujo, pero el peligro se sentía en el aire. Estábamos en el sótano, donde solo había una cama gigante y sombras largas. Habíamos estado bebiendo vino y la tensión entre nosotros era densa, imposible de ignorar.
Él me tenía contra los cojines de cuero, con su peso pesado y delicioso. Yo jadeaba contra su cuello, sintiendo el latido de su corazón tan fuerte como el mío.
—No te muevas —gruñó. Su voz era una orden que me obligaba a obedecer.
Mis manos se aferraron a su pelo oscuro, húmedo por el sudor. Lo acerqué para un beso, pero no era un beso tierno, era una batalla de lenguas. Él no quería amor, quería ganar. Se alejó solo para mirarme a los ojos. Sus ojos verdes, fríos y penetrantes, buscaban algo en mí.
—Mírame, Helena —me ordenó. —Quiero que sepas quién es tu dueño. Quiero que sepas que me necesitas—.
Y era la verdad más vergonzosa. Yo estaba enganchada a su control, a la manera en que su cuerpo fuerte me dominaba y tomaba lo que quería. Sus manos expertas bajaron de mi cintura a mis muslos, abriéndome con una brusquedad que conocía bien. No había pedido permiso, solo había tomado.
—Franco, por favor —supliqué, aunque mi cuerpo gritaba lo contrario, sintiendo ese tirón familiar que mezclaba dolor y placer.
Se puso sobre mí, su cuerpo duro e implacable. No esperó. Entró de golpe, profundo, y me sacó un grito de placer salvaje que me hizo arquear la espalda.
—Mía —susurró contra mi boca, repitiendo esa palabra con cada empuje, como si así lo grabara en mi alma. —Esto es lo que haces. Eres mi única debilidad. Y si no puedo tenerte, te destruiré—.
Yo amaba ese peligro, esa pasión oscura. Amé al monstruo que me hizo suya.
—Si no puedo tenerte, te destruiré.—
Y lo había cumplido. Me había roto sin piedad.
El recuerdo se esfumó, dejándome con un sabor amargo en la boca y la urgencia de salir adelante. Mi trabajo. Mi hija.
Mi teléfono sonó de nuevo. Era mi abogado.
—Helena —dijo, sonando asustado. —Tengo noticias sobre el contrato de Franco Moretti. La oferta es ridícula. Diez veces lo que necesitas. Es real—.
Sentí un escalofrío. Era la única salida. Si tomaba ese dinero, podía salvar a Elisa y desaparecer para siempre.
—Acepto —dije, tratando de sonar tranquila. —Pero recuérdale que mi condición es no verlo—.
Hubo un silencio largo y feo. —Ese es el problema. El contrato dice que solo tú puedes supervisar el trabajo. Es un proyecto secreto, de alta seguridad... y es la nueva mansión de Franco Moretti—.
Me recargué contra el coche. El destino se estaba burlando. Me estaba obligando a volver con el lobo para salvar a mi hija.
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—Y hay algo más, Helena —siguió mi abogado. —La asistente de Moretti me envió una foto... para confirmar el terreno—.
Mi mano tembló. Abrí la foto. Era borrosa, mostraba la construcción y andamios. Pero en la esquina de la foto, justo donde terminaba la cerca, había una cosita pequeña, de color rosa. Era Elisa, con su uniforme de ballet, agachada, recogiendo una flor.
La foto tenía la hora: diez minutos antes.
Él no solo me había arrastrado de vuelta a su mundo, sino que su mundo ya había tocado a mi hija.
Mi secreto ya no estaba a salvo.