En una casa de alquiler estrecha, asequible para trabajadores de clase media baja, se alzaba un edificio deteriorado en medio de un barrio densamente poblado. A su alrededor había viviendas similares, baratas y con instalaciones mínimas.
Cuando llovía, las calles se volvían lodosas y resbaladizas. Era difícil imaginar que alguien con dinero decente en la capital eligiera vivir allí. Pero para quienes ganaban por debajo del promedio, esos lugares eran un refugio.
Y fue en ese estrecho cuarto de alquiler donde la joven se escondía, refugiándose de un mundo que hacía tiempo la había dejado atrás.
Habían pasado dos días desde su encuentro con aquel “tigre loco”. Kylie no había salido ni una sola vez de su habitación. Varias veces pidió comida a domicilio solo para seguir oculta. Su teléfono, tirado sobre la mesa, llevaba dos días sin vibrar—sin mensajes, sin llamadas. Aun así, ella no dejaba de revisarlo, como si su principal ocupación en esos días fuera mirar la pantalla.
—¡Estoy loca! ¿