Los puestos de desayuno cercanos bullían de vida, ofreciendo de todo: desde bollos fritos hasta sopa de fideos. Los aromas se mezclaban en el aire—grasientos, reconfortantes, familiares.
Livia miró la casa de dos pisos que ahora llamaba su segundo hogar. No era lujosa, pero era suya.
Le había rogado a su padre el dinero para comprarla—de rodillas, suplicando, tragándose el orgullo. Le dijo que lo hacía por independencia. Pero la verdad era... que solo quería huir de la sofocante presencia de su madrastra.
De un comienzo humilde como revendedora, Livia fue levantando poco a poco su negocio en línea. Se enseñó a sí misma todo—marketing, inventario, atención al cliente. Se unió a foros. Buscó a otros pequeños emprendedores. Paso a paso, creció.
Ahora, en el primer piso vendía ropa de adultos. El segundo era para niños. Tenía seis empleados que la ayudaban con pedidos, logística e inventario.
Este era ya su tercer año al frente de la tienda.
Y su padre había empezado a cobrar intereses y