Al escuchar lo que Livia dijo, Damian soltó una risa baja, oscura, peligrosa.
El sonido la hizo encogerse instintivamente. Frunció el ceño, con un escalofrío recorriéndole la espalda.
Se apartó poco a poco, intentando escapar de esa pesada aura que la envolvía como una tormenta.
Demasiado tarde.
La mano de Damian se cerró sobre su hombro y la empujó con fuerza.
Ella cayó de espaldas sobre el colchón, las manos buscando a tientas algo con lo que pudiera protegerse.
No había nada.
Las almohadas, las mantas… todo estaba tirado en el suelo.
Solo pudo aferrarse a la sábana arrugada bajo ella como a un salvavidas.
—¿Ya terminaste de escribir tu novela, eh? —la voz de Damian retumbó en la habitación, como un trueno. Se colocó encima de ella, inmovilizándola con las rodillas—. ¡Entonces llámame “cariño”!
—¡Está bien, está bien! ¡Cariño! —gritó ella.
‘¿¡Qué demonios quiere de mí?! ¿¡Quiere aplastarme con ese cuerpo enorme?!’
—Oye, Livia. Mi querida esposa —la provocó Damian, con una sonrisa to