Capítulo Treinta y dos.
Alexander:
Las manos de Sofía acarician mi rostro antes de perderse entre mi cabello, y en ese instante, siento cómo el tiempo se detiene a nuestro alrededor, como si el universo entero se redujera a este pequeño espacio y a la magia insondable que brota de ella. La suavidad de su boca rozando la mía, la dulzura que encuentro en cada uno de sus besos, me remueven de una forma que creía olvidada, como si reviviera un torrente de emociones que mi pecho había guardado en secreto durante años.
Mi corazón golpea contra mi pecho con la furia y el temblor de una tormenta que no puedo ni quiero contener. Cada latido me recuerda que no soy dueño de mí mismo, que he caído bajo el hechizo de Sofía, esa hechicera que con un simple roce de su mirada ha tomado el control de todo lo que soy. Sus ojos, centellas de magia indómita, me arrastran hacia su abismo dulce y peligroso, y yo me dejo caer, sin miedo, sin reservas.
Mis manos se atreven a elevar su falda, acariciar su suave piel, perderme en la