CAPÍTULO: EL PESO DE LA VERDAD
La tarde comenzaba a caer, tiñendo el cielo de tonos anaranjados. Damián caminaba con las manos en los bolsillos por el sendero que llevaba a la plaza central del barrio, donde lo había citado Ernesto. Lo había pensado muchas veces: enfrentarlo, insultarlo, preguntarle qué clase de hombre jugaba con los sentimientos de su madre.
Pero cuando lo vio sentado en el banco de madera, con los hombros vencidos y la mirada clavada en el suelo, supo que ese hombre no necesitaba más castigo. Ya lo estaba pagando.
Ernesto se levantó al verlo, pero no dijo nada. Solo hizo un gesto, ofreciéndole asiento a su lado. Damián dudó unos segundos, y luego se sentó.
—Gracias por venir —murmuró Ernesto, con voz baja, como si hasta las palabras le pesaran.
—No lo hice por vos —dijo Damián con frialdad—. Lo hice por mi madre. Porque ella merece entender lo que pasó. Y yo también.
Ernesto asintió, con los ojos vidriosos.
—No tengo excusas, Damián. Solo tengo verdad…