El hospital estaba en silencio esa tarde. Afuera, el viento movía las copas de los árboles con suavidad, como si todo el mundo se hubiera puesto de acuerdo en hablar más bajo, caminar más despacio, respirar con respeto.
María se acomodó en la cama, con ayuda de la enfermera. Tenía los labios secos, los ojos más hundidos, pero una sonrisa cálida pintaba su rostro cuando vio a su nieto entrar.
Alejandro caminaba con pasos cortos pero seguros. Llevaba una campera de algodón azul con estrellitas bordadas y un dibujo hecho por él mismo en la mano: una casa con muchas ventanas y tres personas adentro.
—Hola, abuela —dijo, acercándose a la cama—. Te traje esto.
Le entregó el dibujo. María lo recibió con emoción contenida, con las manos temblorosas y el alma llena.
—¿Lo hiciste para mí?
—Sí. Vos, yo y mamá. Pero después pensé que tenía que poner también a papá Damián, así que le dibujé un corazón grande al lado. Porque él me ama mucho.
María tragó saliva. Le acarició la cabecita