Herencias que no se eligen
La tarde se fue tiñendo de naranja, y el cumpleaños de Alejandro siguió su curso con la inocencia intacta de sus seis años. Ya no había rastros del veneno que, durante diez minutos, había pretendido empañar la celebración. El jardín volvió a llenarse de risas, de juegos, de canciones infantiles que se repetían una y otra vez.
Alejandro, con la cara manchada de dulce de leche y los ojos brillantes de felicidad, se subió a una banqueta al lado de la torta. Todos aplaudieron. Alejandra se inclinó para acomodarle la coronita de cartón y le dio un beso en la frente.
—¿Estás listo para pedir los deseos, campeón?
—¡Sí!
Cerró los ojos con fuerza. Se hizo un silencio respetuoso, y entonces, con una voz clara y dulce, el niño dijo:
—Deseo que mi papá Damián y mi mamá Alejandra siempre estén juntos.
El impacto fue inmediato. Ana se llevó una mano al pecho. Alejandra lo miró, casi sin aliento y Damián, que lo tenía detrás, se acercó y lo abrazó con una tern