18. No quiero que te vuelvas a acercar a ella

Galilea se tensó contra el respaldo de la camilla cuando lo miró bajo el marco de la puerta con expresión gélida, casi inescrutable. Tenía las manos metidas dentro de los bolsillos de su pantalón y la vista clavada en el enorme ramo de rosas rojas que todavía no entendía que hacían allí. Se mordió el labio inferior con ternura, todavía recordando sus músculos duros, su ser clavado entre sus piernas, poseyéndola.

— Son bonitas… ¿algún pretendiente? — deseó saber sin poder contenerse más, con los dientes apretados y los puños también.

Ella en seguida sintió un pequeño rubor quemarle las mejillas, y el sol, aunque empezaba a filtrarse tímido esa mañana a través de la ventana, no era el causante.

— No, yo… yo no sé quién las ha enviado — dijo, tímida, ahora más que sonrojada con cada paso que él daba.

— Tiene una tarjeta — dijo, no, casi gruñó, de verdad que deseaba saber quién era el hombre detrás del ramo de flores o juraba por dios que los celos se lo comerían como cientos de pirañas.
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