La noche avanzaba en la finca envuelta en un silencio apacible, roto solo por el canto lejano de algún grillo y el suave crujido de la madera bajo la brisa que se colaba entre los árboles. Era una de esas noches donde parecía que el mundo entero respiraba al mismo ritmo pausado de la naturaleza. En la habitación principal, todo parecía en calma, cubierto por una penumbra tibia, hasta que un llanto agudo y urgente cortó el aire como una herida repentina.
Leonardo abrió los ojos de inmediato, su cuerpo reaccionando antes de que su mente pudiera siquiera formular un pensamiento. No necesitó pensarlo. No dudó ni un instante. Se incorporó en la cama, aún adormecido, se sentó en su silla y se deslizó hacia la cuna y, con la torpeza propia de quien apenas aprendía a ser padre, tomó a su pequeña Leonora en brazos.
—Ya, pequeñita... pap&aacu