Si el pecado tenía una dirección en esta ciudad, era aquí.
Atravesar las puertas del Midnight Club no era simplemente entrar a un lugar; era sumergirse en un universo donde la moral se diluía con el champagne y los límites se desdibujaban con cada risa ahogada y cada susurro entrecortado.
Y yo… yo estaba en medio de todo.
Vincent me había dicho que quería que viera su mundo. Que lo viviera, lo entendiera, y entonces, escribiera sobre él.
Y vaya si lo estaba viviendo.
—¿Todavía respiras? —me murmuró al oído con una sonrisa divertida.
—No estoy segura —respondí, sintiendo que mi cerebro trataba de procesar todo a la vez.
El club era un espectáculo de decadencia y opulencia, una fantasía sensual que cobraba vida con cada rincón que mirara. Un techo altísimo decorado con lámparas de cristal que reflejaban la luz en destellos dorados. Paredes de terciopelo oscuro. Sofás amplios donde personas hermosas se desparramaban en posiciones que sugerían que estaban muy, muy cómodas entre ellas.
Y l