Leah llegó a sentir por su esposo un afecto análogo en cierto modo al que hubiera
podido inspirar al Emperador romano su caballo senador. Otro dogma de la
familia, pero éste secreto, era que «_la niña_ había _labrado_ su desgracia
uniéndose a aquel hombre». El primo Sebastián confesaba entre suspiros
que el único acto de su vida de que estaba arrepentido (y era hombre que
se había jugado la hijuela materna a una carta), se remontaba a la época
de su pasión loca por Emma, pasión que le había hecho caer en la
debilidad de consentir en dar todos los pasos necesarios para buscar,
encontrar, emplear y casar al estúpido escribiente de D. Diego. Aquella
debilidad, aquella ceguera de la pasión, no se la perdonaría nunca. Y
suspiraba Sebastián, y suspiraban los demás parientes, y suspiraba Emma
también a veces, gozando melancólicamente con aquella afectación de
víctima resignada que sufre por toda una vida las consecuencias
desastrosas de una locura juvenil.