Sophia mejoró gradualmente durante los dos días siguientes. La fiebre cedió, su apetito regresó, y aunque seguía débil, el médico declaró que lo peor había pasado. Clara apenas había dormido, dividiéndose entre cuidar a la niña y prepararse mentalmente para lo inevitable.
Mañana. El Conde D'Armont llegaría mañana.
La carta de su padre ardía en el fondo de su cajón, escondida pero nunca olvidada. Clara había considerado contarle a Adrian, pedirle ayuda, suplicarle protección. Pero cada vez que se acercaba a él, las palabras morían en su garganta. Porque ¿qué podría hacer Adrian realmente? ¿Enfrentarse a un conde francés y sus representantes legales? ¿Iniciar un escándalo internacional por una institutriz mentirosa y asesina fugitiva?
No. Cuando el Conde D'Armont llegara, tendría que irse con él. Era la única forma de proteger a la familia Delacroix del desastre que había traído a sus puertas.
Esa tarde, necesitando escapar de la atmósfera sofocante de la casa, Clara decidió ir a los est