—Que se pudra ese maldito bastardo—gruñe el hombre al que le di mi comida—es un desalmado teniéndola a ella aquí encerrada, es una humana.
—Ustedes también lo son.
Alego, me desconcierta su forma de expresarse.
—Alguien viene.
Avisa el hombre a mi derecha y tomo le plato volviendo a mi puesto. Lo dejo en el piso y me acuesto dándole la espalda. Vienen por mí, me llevan al baño donde puedo hacer mis necesidades y vuelven a meterme a la celda.
La comida no la toco, simplemente la entrego a cualquier otro de las celdas que no les brindan comida. Creo que dos días sin comer y beber nada, estoy tan débil, tan cansada que alucino con el mismo hombre corpulento, con una cabellera larga en una trenza de vikingo, su calor corporal me reanima y mi estado es tan lamentable que siento alimentarme.
No dice nada, sus ojos rojos me mantienen en un limbo donde me siento bien, no me siento cansada o como una cucaracha sin valor alguno. Me siento protegida y amada, el frio se va, el miedo se esfum