Damian
La observé dormir, su respiración acompasada contrastando con la tormenta que rugía dentro de mí. Eva se había acurrucado en posición fetal, como si incluso en sueños intentara protegerse. De mí. De lo que somos. De lo que se avecina.
Acaricié con la yema de mis dedos el contorno de su rostro, sintiendo el calor que emanaba de su piel. Un calor que yo había olvidado hace siglos. Un calor que ahora amenazaba con derretir el hielo que había cultivado durante milenios en mi interior.
—Qué patético te has vuelto, Damián —susurré para mí mismo, apartando la mano como si su contacto quemara.
Me levanté y caminé hacia la ventana. La luna llena iluminaba el jardín con su luz plateada, convirtiendo las sombras en criaturas danzantes. Criaturas que me recordaban a lo que yo era en realidad. A lo que siempre sería.
Un demonio. Un ser nacido de la oscuridad, alimentado por el sufrimiento ajeno. Un coleccionista de almas y destructor de esperanzas.
Y ahora, un protector.
La ironía no escapa